El círculo de pintores en época de mi padre estaban relacionados. Vivían el momento álgido de la pintura argentina. Acudían a sus exposiciones. No faltaban a las cenas, ni dejaban, en verano, de exponer en Mar del Plata. Entre ellos todo era fluido. Pese a sus esfuerzos individuales, les resultaba imposible esconder o disimular esa pizca de celo imposible de prescindir. Los galersitas se los disputaban, reservaban las mejores fechas a los que consideraban más exitosos para el público y para las ventas de sus obras. Buenos Aires no se detenía. Ellos (los pintores) tenían plena conciencia que formaban parte de ese no detenerse cultural de la ciudad, donde quedaban definitivamente integrados. Sin embargo, y pese a la amabilidad del trato que se dispensaban, no era muy frecuente que se reunieran para charlar o intercambiar ideas o proyectos que podrían ser inquietudes comunes. Cada uno permanecía fiel a sus temáticas, a sus técnicas, etc., hecho que los hacía fácilmente identificables (es un Soldi, un Basaldúa, un Schurjin, un Policastro, etc., etc.).
En el caso de mi padre, sus relaciones en el terreno de la amistad se inclinaban y enriquecían con los escritores, actores, médicos, poetas, críticos de arte, cineastas, músicos, en donde sí y en todos los casos, terminaban en prolongadas reuniones donde no faltaría el alcohol amable y el tabaco necesario. En ellas no se dejó nunca de acudir el constante análisis de situaciones políticas, sociales, y sobre todo culturales. Era el momento de las frecuentes visitas a la ciudad de personajes como Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillén, Gudiño Kramer, José Pedroni y una lluvia de intelectuales españoles que llegaban a Buenos Aires para luego distribuirse por toda Latinoamérica, huyendo de la dictadura y mediocridad franquista.
En la casa de mi padre no se llenaron las paredes con obras de colegas contemporáneos y sí de libros las dos bibliotecas más importantes, todos con sendas dedicatorias, que han hecho crecer mi orgullo y el de mi hermano.
Si es necesario ejemplificar, puedo referirme a un momento muy especial: una de esas tantas noches llenas de puro talento, en casa cenaba Francisco Petrone, que en esos momentos era director de Canal 7, cuando sonó el teléfono. El que llamaba era el inmenso pintor Carlitos Alonso que le pedía a mi padre integrarse a los cafés de aquella cena con tres amigos del alma. Mi padre aceptó encantado. Ya en casa estos amigos de Carlitos desenfundaron sus guitarras y la mujer, su voz. Francisco y los demás quedamos alucinados por el talento que de inmediato flotó por toda la casa. Esa noche nació para el mundo Mercedes Sosa y la guitarra de Matus.
Eran momentos que el placer estético se buscaba, sin esfuerzo, para otorgarle a la vida el verdadero sentido que mereciera ser vivido.
Hillyer Schurjin
Villacañas, provincia de Toledo,
14 de abril de 2008.
Fotografía: D. Nieto.
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